1. En los últimos años se ha puesto otra
vez de moda hablar con clisés. Esos clisés son la moneda de circulación que
estructuran las relaciones de intercambio y vertebran la conversación diaria.
Los escuchamos en la radio y se pronuncian arriba del taxi; en la televisión y
la oficina. Los vuelven a repetir en la cola del banco o los oímos al pasar en
la mesita del café de al lado. Los clisés son la mejor armadura para intervenir
y salir airosos en las discusiones políticas. Retórica moral que se despacha a fuerza
de frases huecas y altisonantes. Buscapiés lingüísticos que tienen la capacidad
de detonar la conversación ordinaria. Más aún: son las contraseñas para abrirse
paso -como dijo alguna vez Georg Simmel- en una ciudad cada vez más indolente,
que no tiene ni el tiempo ni las ganas de demorar y ponerse en el lugar de los
otros.
Algunos de esos clisés que atendemos todos
los días son “corruptos”, “chorros”, “autoritarios”, “prepotentes”, “no
escuchan”, “están enfermos”, “son intolerantes”, “crispados”, “montoneros” y
“nazis”. “Yegua”, “conchuda”, “cancerosa”, “cretina.” “Esto parece Venezuela”,
“en este país no hay libertad de expresión.” “Se están robando el país”, “no
dejan crecer al campo”, “no te dejan salir de la Argentina”, “están fundiendo a
las empresas”, “estamos cada vez peor”, “ya no se puede vivir, salís a la calle
y te roban”, “encima, entran por una puerta y salen por la otra”. “Queremos
preguntar”. “Han pisoteado la república”, “no respetan la constitución”. “Esto
es igual a la dictadura”; “planes descansar”. Estos clisés reemplazaron otros
que definieron la antipolítica de los ‘90, a saber: “El estado es un mal
administrador”; “el mercado se autoregula”; “los inmigrantes vienen a sacarnos
nuestro trabajo”; “los desocupados son todos vagos, no quieren trabajar porque
trabajo hay”, etc.
Podríamos estar todo el día recordando
frases por el estilo. No son expresiones menores, son mucho más que citas
sociales. Una vez que fueron pronunciadas nos quedamos sin palabras.
Hilvanan gran parte de nuestra vida de
relación pero clausuran las discusiones. Después de escuchar semejantes frases
cunde el silencio. Los clisés son formas de practicar, de manera anónima, la
censura previa en la vida cotidiana. No son tampoco frases ingenuas. Hieren,
hacen daño. Si no fuera por la sensación de impotencia que producen,
difícilmente las podríamos tomar en serio. Estos ciudadanos, casi siempre
indignados, inquiridos por los profetas del odio, apuntan con munición gruesa.
Y como son ciudadanos comunes y tienen el derecho a decir cualquier cosa,
confunden la violencia verbal con libertad de expresión. Y como saben que no
hay respuesta del otro lado, se vuelven impunes.
Por eso la preguntas que nos hacemos son
las siguientes: ¿Qué consecuencias sociales tienen el uso de estos clisés para
la democracia? ¿Podemos debatir entre todos cómo queremos vivir todos cuando se
empuñan este tipo de clisés? ¿Se puede empezar a discutir empezando con un
“fuck you”, “son todos chorros…”? ¿Cómo dialogar cuando del otro lado hay una persona
lanzando frases triviales y crueles?
Para responder estas cuestiones me gustaría
hacer un rodeo. Primero quisiera volver sobre algunas de las tesis formuladas
por Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén porque es allí donde Arendt
reconoce el lugar que tuvieron y el papel que desempañaron los clisés sociales,
no sólo para demonizar al pueblo judío, sino para practicar y legitimar la
discriminación, persecución e invisibilización sistemática. Y segundo,
compartir otras hipótesis formuladas por Norbert Bilbeny a partir de la lectura
que hizo de Arendt, en su libro El idiota moral.
2. Cuando Arendt llegó a Jerusalén en abril
de 1961 para presenciar el juicio que se llevaría contra el criminal de guerra
Adolf Eichmann, esperaba encontrarse un monstruo. Dice: “Y aquí está sentado el
monstruo responsable de todo lo ocurrido”. Para su sorpresa, Eichmann se
parecía al verdulero de la esquina, a cualquier hijo de vecino. De hecho, los
psiquiatras que lo examinaron, consideraron que “los rasgos psicológicos de
Eichmann, su actitud hacia su esposa, hijos, padre y madre, hermanas, hermanos
y amigos, era no solo normal, sino ejemplar”. Y más aún, Eichmann “era un
hombre con ideas muy positivas”. “No constituía un caso de enajenación… ni
tampoco de insanía moral”. Esa fue la misma sensación que tuvo a Hannah Arendt
cuando Eichmann abrió la boca y empezó a hablar.
Dice Arendt: “Eichmann era verdaderamente
incapaz para expresar una sola frase que no fuera un clisé”. Eichmann era una
persona común y corriente que hablaba usando clisé, “con frases hechas y
palabras rimbombantes”, “eslóganes”, “frases pegadizas”, “palabras aladas”
(como las llamaba el propio Eichmann), “banalidades” (como las llamaban los
jueces del tribunal). Eichmann “habló utilizando clisés que nada tenían que ver
con los hechos reales.” Todas aquellas frases las había escuchado una y mil
veces, fueron el telón de fondo de la Alemania nazi. Por eso agregaría en otro
libro, La vida del espíritu: “Me impresionó la manifiesta superficialidad del
acusado, que hacía imposible vincular la incuestionable maldad de sus actos a
ningún nivel más profundo de enraizamiento o motivación. Los actos fueron
monstruosos, pero el responsable era totalmente corriente, del montón, ni
demoníaco ni monstruoso”.
Acaso “¿fueron estos clisés lo que los
psiquiatras consideraron tan ‘normal’ y ‘ejemplar’? ¿Son estas las ‘ideas
positivas’?” Y agrega: “Sin duda, los jueces tenían razón cuando por último
manifestaron al acusado que todo lo que habría dicho eran ‘palabras hueras’, pero
se equivocaban al creer que la vacuidad estaba amañada, y que el acusado
encubría otros pensamientos que, aún cuando horribles, no eran vacuos.”
“Eichmann (…) repetía palabra por palabra las mismas frases hechas y los mismos
clisés de su mención. Cuando lograba construir una frase propia, la repetía
hasta convertirla en clisé.”
Una persona que usa clisé, que se mueve con
clisé, es una persona amurallada, infranqueable. De esa persona se puede decir
que “no le entran balas”. “Cuanto más se le escuchaba, más evidente era que su
incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar,
particularmente, para pensar desde el punto de vista de otras personas. No era
posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba
rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la
presencia de los otros, y por ende contra la realidad como tal.”
Pero hay algo más que llamó la atención de
Arendt. Además del uso sistemático de los clisé, le sorprendió la “deficiente
memoria.” Dice: “La memoria de Eichmann solo funcionaba con respecto a cosas
que hubieran tenido relación directa con su carrera.” “Eichmann recordaba
únicamente sus estados de ánimo y las frases estimulantes que fabricó para
acompañarlos.”
La incapacidad de pensar, de ponerse en el
lugar del otro, lo llevará a utilizar recurrentemente frases grandilocuentes
que no necesitan ser testeadas ni probadas porque están en boca de muchos.
Frases que flotan y oprimen como una pesadilla. Frases que no paran de heder,
que destilan odio.
Por último, Arendt señala que Eichmann, el
juicio de Eichmann en Jerusalén, es “la lección de la terrible banalidad del
mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”. No
servía de nada que el fiscal o los propios jueces llamaran la atención sobre
las innumerables contradicciones, falsedades e incongruencias. El sujeto moral
no los advierte ni puede reconocerlas.
El que usa clisé, que se mueve por el mundo con clisés, bien puede decir una
cosa y mañana sostener otra. No hay coherencia que hilvane sus dichos. Por eso
se vuelven objeto de manipulación constante y por eso también, encuentran en la
burocracia, un marco que estructura su vida. En la burocracia se moverán como
pez en el agua. La obediencia que practican, y que suelen disimular con los
clisés, los autosustrae –al menos eso es lo que piensan- de cualquier
responsabilidad pues, como dijo alguna vez el escritor Félix de Azúa: “el que
obedece nunca se equivoca”.
Eichmann en Jerusalén es un ensayo que
explora el carácter ordinario del mal. El mal no es un hecho extraordinario
sino banal. El mal se sostiene en formas banales. Y la banalidad del mal es la
banalidad de la sociedad. Esa banalidad que impregnó el lenguaje burocrático es
“un vicio corriente”, “un defecto del carácter”, “la incapacidad casi total
para considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor”. De
allí que el lenguaje burocrático recurra a los clisés.
3. El mal de nuestro tiempo es la
banalidad. La banalidad no fue una prerrogativa de la sociedad alemana durante
el nazismo, sino la marca registrada que caracteriza a importantes sectores de
la sociedad hoy día. Prueba de ello es la figura del idiota moral. La banalidad
idiotiza. Una persona banal es un idiota moral. Para Bilbeny estamos rodeados
de idiotas. El idiota moral es el mejor exponente de la banalidad social. Dos
rasgos definen la idiotez contemporánea. Una, la apatía moral. Dos, la ausencia
de pensamiento.
Bilbeny habla de apatía moral para hacer
alusión a la insensibilidad. El idiota es el que no puede sentir al otro, el
dolor del otro. El idiota tiene la sensibilidad anulada, el corazón duro como
una piedra. Puede ser apasionado en tanto es afectado todo el tiempo por la
indignación del periodismo. Pero se caracteriza por su frialdad. Tiene el ánimo
embotado, los sentimientos anestesiados. Incapaces para sentir angustia, se
dedican a juzgar al otro que no sienten, no comprenden, no ven. Hay un bloqueo
emotivo, el idiota moral padece esclerosis afectiva. Como dice el refrán: “ojos
que no ven, corazón que no siente”. Pero pueden burlarse del otro, mancillarlo.
Son crueles porque tratan al otro como un objeto que pueden ningunear,
pisotear, linchar.
Eso no quiere decir que no sean tipos
inteligentes. Para Bilbeny, los idiotas morales son personas cuerdos sin
conciencia. Pueden ser inteligentes pero son incapaces de razonar. Sus
disparates son un encadenamiento ilógico de clisés. Hay un déficit de
pensamiento, una suerte de modorra intelectual que después se transforma en
brutalidad y la brutalidad otra vez en crueldad. Lo que no se puede comprender
se descalifica, humilla, niega, se puede desaparecer. Dice Bilbeny: “El idiota
moral es aquel que, teniendo esta facultad, no sabe ponerla en práctica.”
En efecto, ejercer el pensamiento supone
poner en práctica la capacidad de pensar. Y pensar implica un conflicto
interior, el que piensa está dispuesto a cuestionarse, a pelearse con uno. Si
el idiota moral “no percibe la dualidad en uno mismo que hace sentir el pensamiento”,
difícilmente va a considerar al otro. La ausencia de conflicto interno se
transforma en un abierto conflicto externo. No puede dialogar consigo mismo
pero puede pelearse con el resto, sobre todo con aquellos que no confirman su
estilo de vida, sus valores y puntos de vista. Cuando la sociabilidad se define
por la afinidad, la diversidad es experimentada como peligro y merece
descalificarse enseguida.
“El que es incapaz de adoptar la
perspectiva del otro es incapaz también de observarse a sí mismo y viceversa.”
No duda, aprende a callar. No sabe y tampoco quiere reflexionar; y cuando dice
algo, usa clisés. Por eso, “no buscan más que eslóganes y obediencia. No
preguntan ni responden, repiten frases hechas. Sólo afirman y obedecen, no
examinan ni comprenden, y por consiguiente no pueden ser convencidos.”
El idiota moral renunció a la calma de la
reflexión para vivir el frenesí de la inmediatez, entusiasmarse con cada
veredicto sensacional y entregarse a las ménades. No saben disentir, ni está en
sus planes practicar el desacuerdo. Quieren formar parte de la unanimidad, de
un consenso súbito que disimule la ética del linchamiento social.
4. No hay que confundir los clisés con los
estereotipos. Más allá de los estereotipos están los clisés. Los estereotipos
son imágenes en la cabeza que están para llenar los huecos de una realidad que
se nos presenta abierta y no conocemos todavía. Los estereotipos son imágenes
provisorias que nos orientan ante la inconmensurabilidad de la vida. El
problema tiene lugar cuando los estereotipos se fetichizan y ocupan el lugar de
la realidad, incluso, cuando se vuelven más reales que la propia realidad. Allí
se puede decir que los estereotipos se han esclerotizados y, por añadidura, se
convirtieron en clisés. El clisé clausura la ap
ertura del mundo. Nos encierra e
incomunica.
Los clisés son “palabras aladas”, como dijo
Eichmann, es decir, estereotipos que levantaron vuelo, que se alejaron de la
realidad, que tienen vida propia. Ya no representan la realidad, son la
realidad misma. Carácter performático del clisé: tiene la capacidad de producir
la realidad cuando descalifica, corroe, desdeña y subestima. Palabras que
producen realidad y se confunden con la mentira. En el clisé ya no se puede
distinguir la realidad de la ficción. Por eso mismo ya no pueden representar
nada. El que usa clisé no miente, porque sencillamente no sabe que está
mintiendo; cree en esos eslóganes y los vive de manera irrefutable porque se
han convertido en la moneda de curso legal, en el amuleto de la vida pública y
coloquial.
Detrás de los clisés está el sentido común,
creencias que embuten concepciones de vida, valores, modos de pensar, sentir,
decir y actuar. Porque los clisés orientan nuestros hábitos y perfilan
prácticas. No son entelequias que se las lleva el viento. Se fueron enmesetando
y forman parte de un imaginario social reaccionario y autoritario que nunca se
terminó de poner en crisis. Basta que a un gobierno le empiece a ir mal
-electoralmente hablando-, o encuentre dificultades políticas o económicas
-como corresponde cuando decide enfrentar intereses poderosos-, y empiece a ser
interpelado por los habituales profetas del odio, para que comiencen a salir
una a una, en fila india, hasta enquilombar la escena contemporánea, los clisés
de la antipolítica. El hecho de que no las escuchásemos durante algún tiempo no
significa que ya no estuvieran ahí. Estaban agazapadas, aguardando su momento
de irrupción. Los clisés son como los fantasmas, están y no están presentes,
centellean. Pero cuando irrumpen desquician la escena.
Los clisés son la expresión de la banalidad
en la política contemporánea. Una manera de quitarle importancia a algo que
tiene fundamental relevancia. A través de los procedimientos que definen la
banalidad, se hace tabula rasa de las escalas, se borran las diferencias y
matices entre lo importante y lo no importante, entre lo principal y lo
secundario, lo fundamental y lo accesorio. Todo tiene que ver con todo y vale
todo. Se puede decir cualquier cosa todo el tiempo y en cualquier lugar, sin
reparos, sin guardar ninguna formalidad. Como cantó alguna vez Discépolo, se
mezcla la Biblia y el calefón y todos patinamos en el mismo lodo, todos
manoseados.
Más aún: los clisés son maneras de
banalizar la realidad, pero también de trivializar al otro. En el uso de los
clisés se averigua la ausencia de empatía. Cuando todo es lo mismo, ya no
prestamos atención al otro ni queremos ponernos en su lugar.
Para
terminar volvamos sobre El idiota moral. Bilbeny plantea una pregunta
perturbadora, con la que todavía nos medimos y para la cual –confieso- no tengo
una respuesta: “¿Cómo hablar a hombres que no quieren seguir en el terreno de
la crítica y de la reflexión, en el terreno donde los espíritus buscan su
independencia rodeados de una mayor comprensión y de una convicción mejor
fundada?” Se trata de una pregunta mayor que plantea un gran desafío: cómo
desarmar los clisés. Si los clisés vaciaron la política de contenido y
clausuraron el debate, las tareas en cualquier discusión política mundana se
duplicaron: no sólo hay que desarmar los clisés mostrando las responsabilidades
morales en juego con cada pronunciamiento, sino resignificar el juego de la
política para celebrar los desacuerdos.
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