(o devolveme mi cuerpo).
Por Ana Julia Aréchaga
Si pensamos a los clichés como significaciones y sentidos
instituidos socialmente, bien cabe pensar a nuestro cuerpo como uno de los
clichés menos reflexionado, pero en cierto punto, más efectivo.
¿Qué queremos decir con esto? Que si consideramos al cuerpo
como una construcción social, no sólo en un aspecto representacional sino
también en su aspecto material, entonces es posible pensar nuestro propio
cuerpo como locus de significaciones sociales instituidas, legitimadas y
aprendidas.
Desde un aspecto más inmediato, los estereotipos corporales
operan sobre nosotros y nosotras a través de las conocidas modas, que revelan
parámetros corporales. Pero si surfeamos un poco más, podremos dar cuenta que
no sólo nuestra imagen, o apariencia, puede convertirse en lo menos propio que
tenemos. Los modos en que sentimos y el campo de lo perceptible tienen una
historia y un origen, y son variables según múltiples dimensiones de lo social
(edad, clase, géneros, etc.). Así, el asco, el dolor, el gusto no fueron
siempre los mismos ni sobre lo mismo. Una vez estaba realizando una entrevista
a un contador, de buen pasar económico, y me contaba que las camisas de
poliéster le generaban cierta comezón en la piel, mientras que las camisas de
puro algodón le sentaban de lo más bien. Obviamente no estamos negando las
alergias, sino que aquí cabe preguntarnos: ¿qué posibilidades tiene/tuvo este
hombre para sentir tal diferenciación? Pues una historia de vida que le permite
comprarse camisas de puro algodón, posibilidades para “agudizar” su percepción
sobre su cuerpo – a lo que deberíamos contextualizar con un conjunto de
cuidados que desarrolla sobre su apariencia-, cierto status que debe mantener
donde tener una camisa 100% algodón garpa más, entre otras cuestiones.
Obviamente que estas son generalizaciones que dejan de lado las complejidades
de las particularidades.
Desde otro ángulo, las formas de manifestar nuestras
emociones también están performateadas: llorar, reírse, enojarse, son formas
aprendidas para manifestar determinadas emociones (aunque a veces le pifiemos
en adivinar qué le pasa a un/a otro/a) y por ende, cuando tenemos la
oportunidad de viajar hacia latitudes menos occidentalizadas (aunque hoy en día
es difícil encontrarlas) nuestras modalidades quedarán en offside, y no
sabremos bien qué hacer en el trato cotidiano: le doy la mano, un beso, me mira
mal, están muy cerca, mantienen distancia ¿qué les pasa?! Es todo lo que pensé
cuando viajé a la India, porque mis “habitus corporales” quedaron literalmente
en jaque, en un lugar donde no hay diferencias entre la calle y la vereda y
todo circula por la misma senda: perros, vacas, muertos, autos, gente, gente,
gente, bicicletas, rickshaws (carros llevados por motos u hombres), etc.
Estamos llegando al punto nodal de este escrito. Si los
clichés son arquetipos, nuestros cuerpos son arquetipos, vividos de formas
“privadas” pero tan poco propios que nos da miedo caer en la cuenta. Aprendemos
todo sobre ellos, incluso a cómo ser mujer, varón o trans, y por ende, a tener
dolores, sensaciones, percepciones y gustos acordes con nuestros géneros.
Porque sí, estamos normalizados.
Devuélvanme lo que es mío, reclamaría yo si leyera estas
ideas explotadas contra el virtual papel. Y sí, porque si bien desde nuestros
cuerpos se habita cotidianamente la estructura social revitalizada en cada
movimiento, también podemos encontrar las hendijas y las grietas.
Una vez discutimos si pueden existir “cuerpos libres”, y en
este sentido llegamos a la conclusión, un poco a regañadientes, que mientras
vivamos en sociedad –y por ende nuestra condición existencial- siempre habrá
una normatividad presente que construya nuestras corporalidades. Sin embargo,
esto no implica que esa normatividad no pueda tender a otro tipo de lazos, y
también a otro tipo de demandas sobre nuestros cuerpos, y no ya a las
ciclotímicas exigencias de
delgadez-voluptuosidad-juventud-autocontrol-disrupción. Es más, podemos sumar
aquí la “falsa liberación sexual” (ya bien desarrolladas por Foucault) que
supuso que el problema era la represión, la prohibición, y, que por ende la
liberalización del deseo iba a ser la solución (que claramente conllevó y
conlleva al imperativo de ser siempre “ponedores” para los hombres, y ser
siempre “ponibles” para las mujeres). Como contracara la imposibilidad de
sostenter un vínculo con otrx, independientemente de la forma que cobre ese
vínculo. Incluso, en la actualidad, las nuevas tecnologías dieron un vuelco, o
por lo menos plantean un desafío para pensar “la descorporalización” de los
lazos. Aunque queda por pensar si en estas palabras no está también mi cuerpo
presente.
Me costaría concluir todas las puertas que espero haber
abierto. Prefiero dejarlas como escarbadientes sobre la mesa, para pasar a
decir que por suerte no sigue siendo lo mismo tocar, oler, agarrar, acariciar
que escondernos bajo los diversos trajes (y aquí puedo tomarme la licencia de
pensar los trajes como una continuidad que puede ir desde la ropa que usamos
hasta los celulares, computadores, etc.) que nos mediatizan cada vez más. Y que
es en el encuentro con otros cuerpos cuando podemos tener cabal consideración
de que cada quien particulariza un todo mayor al cual pertenecemos.
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