La Grieta Digital 10

Agosto 2013


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NO HAR MEJOR ESPEJO QUE LA CARNE SOBRE EL HUESO

(o devolveme mi cuerpo).

Por Ana Julia Aréchaga

Si pensamos a los clichés como significaciones y sentidos instituidos socialmente, bien cabe pensar a nuestro cuerpo como uno de los clichés menos reflexionado, pero en cierto punto, más efectivo.

¿Qué queremos decir con esto? Que si consideramos al cuerpo como una construcción social, no sólo en un aspecto representacional sino también en su aspecto material, entonces es posible pensar nuestro propio cuerpo como locus de significaciones sociales instituidas, legitimadas y aprendidas.

Desde un aspecto más inmediato, los estereotipos corporales operan sobre nosotros y nosotras a través de las conocidas modas, que revelan parámetros corporales. Pero si surfeamos un poco más, podremos dar cuenta que no sólo nuestra imagen, o apariencia, puede convertirse en lo menos propio que tenemos. Los modos en que sentimos y el campo de lo perceptible tienen una historia y un origen, y son variables según múltiples dimensiones de lo social (edad, clase, géneros, etc.). Así, el asco, el dolor, el gusto no fueron siempre los mismos ni sobre lo mismo. Una vez estaba realizando una entrevista a un contador, de buen pasar económico, y me contaba que las camisas de poliéster le generaban cierta comezón en la piel, mientras que las camisas de puro algodón le sentaban de lo más bien. Obviamente no estamos negando las alergias, sino que aquí cabe preguntarnos: ¿qué posibilidades tiene/tuvo este hombre para sentir tal diferenciación? Pues una historia de vida que le permite comprarse camisas de puro algodón, posibilidades para “agudizar” su percepción sobre su cuerpo – a lo que deberíamos contextualizar con un conjunto de cuidados que desarrolla sobre su apariencia-, cierto status que debe mantener donde tener una camisa 100% algodón garpa más, entre otras cuestiones. Obviamente que estas son generalizaciones que dejan de lado las complejidades de las particularidades.

Desde otro ángulo, las formas de manifestar nuestras emociones también están performateadas: llorar, reírse, enojarse, son formas aprendidas para manifestar determinadas emociones (aunque a veces le pifiemos en adivinar qué le pasa a un/a otro/a) y por ende, cuando tenemos la oportunidad de viajar hacia latitudes menos occidentalizadas (aunque hoy en día es difícil encontrarlas) nuestras modalidades quedarán en offside, y no sabremos bien qué hacer en el trato cotidiano: le doy la mano, un beso, me mira mal, están muy cerca, mantienen distancia ¿qué les pasa?! Es todo lo que pensé cuando viajé a la India, porque mis “habitus corporales” quedaron literalmente en jaque, en un lugar donde no hay diferencias entre la calle y la vereda y todo circula por la misma senda: perros, vacas, muertos, autos, gente, gente, gente, bicicletas, rickshaws (carros llevados por motos u hombres), etc.

Estamos llegando al punto nodal de este escrito. Si los clichés son arquetipos, nuestros cuerpos son arquetipos, vividos de formas “privadas” pero tan poco propios que nos da miedo caer en la cuenta. Aprendemos todo sobre ellos, incluso a cómo ser mujer, varón o trans, y por ende, a tener dolores, sensaciones, percepciones y gustos acordes con nuestros géneros. Porque sí, estamos normalizados.

Devuélvanme lo que es mío, reclamaría yo si leyera estas ideas explotadas contra el virtual papel. Y sí, porque si bien desde nuestros cuerpos se habita cotidianamente la estructura social revitalizada en cada movimiento, también podemos encontrar las hendijas y las grietas.
Una vez discutimos si pueden existir “cuerpos libres”, y en este sentido llegamos a la conclusión, un poco a regañadientes, que mientras vivamos en sociedad –y por ende nuestra condición existencial- siempre habrá una normatividad presente que construya nuestras corporalidades. Sin embargo, esto no implica que esa normatividad no pueda tender a otro tipo de lazos, y también a otro tipo de demandas sobre nuestros cuerpos, y no ya a las ciclotímicas exigencias de delgadez-voluptuosidad-juventud-autocontrol-disrupción. Es más, podemos sumar aquí la “falsa liberación sexual” (ya bien desarrolladas por Foucault) que supuso que el problema era la represión, la prohibición, y, que por ende la liberalización del deseo iba a ser la solución (que claramente conllevó y conlleva al imperativo de ser siempre “ponedores” para los hombres, y ser siempre “ponibles” para las mujeres). Como contracara la imposibilidad de sostenter un vínculo con otrx, independientemente de la forma que cobre ese vínculo. Incluso, en la actualidad, las nuevas tecnologías dieron un vuelco, o por lo menos plantean un desafío para pensar “la descorporalización” de los lazos. Aunque queda por pensar si en estas palabras no está también mi cuerpo presente.

Me costaría concluir todas las puertas que espero haber abierto. Prefiero dejarlas como escarbadientes sobre la mesa, para pasar a decir que por suerte no sigue siendo lo mismo tocar, oler, agarrar, acariciar que escondernos bajo los diversos trajes (y aquí puedo tomarme la licencia de pensar los trajes como una continuidad que puede ir desde la ropa que usamos hasta los celulares, computadores, etc.) que nos mediatizan cada vez más. Y que es en el encuentro con otros cuerpos cuando podemos tener cabal consideración de que cada quien particulariza un todo mayor al cual pertenecemos.

  

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