Por Santiago Galar
(@essantiagog)
El tipo está tirado en el suelo. La sangre
que brota a borbotones y riega su cuerpo fuerza la inducción de que se trata de
los últimos instantes del tipo en tanto ser mortal y que su secreto, ese
necesario para destrabar la trama, lo acompañará a la tumba, y desde allí hacia
la eternidad. Pero antes que la tensión baje, llega corriendo un segundo tipo y
lo interpela. “You must live”, le dice compungido entre lágrimas. “No me
abandones”, traducen más o menos unas letras amarillas que aparecen con la voz
del segundo tipo y se posan en la parte inferior del cuadro, bien a la vista.
Desde el piso, el primero hace un intento final, sabe que cuenta con poco
tiempo y va al grano: “Your father is… is… is…”. “¡Dale!”, pienso mientras las
letras amarillas me ofrecen una traducción que no necesito (“Tu padre es… es…
es”). El tipo del piso, que había desperdiciado unos siete segundos en tragar
saliva no cuenta con los dos segundos necesarios para recitar las dos o tres
sílabas que nos despejen la duda, muriendo antes de poder tirar la posta. Por
suerte, el que queda vivo, mientras asume que su situación adquiere
complejidad, encuentra un papel en el bolsillo del flamante difunto, papel cuyo
contenido no llego a enfocar desde acá pero sospecho será la clave que guíe al
protagonista hacia el necesario encuentro con su padre. La película puede
seguir, y menos mal porque empezó hace veinte minutos y el cine en el cine se
ha vuelto duro de costear.
Mirar una película y poder ir prediciendo
su trama no es una capacidad digna de ofrecer a los potenciales empleadores en
el curriculum vitae. Es la confluencia entre una persona que ha mirado más o
menos muchas películas y un guionista con pocas ideas (o con una productora que
exige se obvie la experimentación para orientarse hacia “lo seguro”). Entonces
aparece un cliché.
Paradójicamente, cualquier cliché fue en
algún momento una disrupción, una ruptura en una continuidad esperable. En este
sentido, alguien pensó una primera vez la escena de un tipo muriendo que no alcanza a confesar un
secreto, notó la tensión que generaría en una circunstancia cinematográfica, y
en un estreno difícil de rastrear en el tiempo (con tanta película circulada
bajo el puente) un ser genérico ante el producto final pensó: “¡que llegue a
decirle quién es su padre por favor!”. Es más, varios fulanos en la industria
del cine tomaron al pasar nota mental del poder de esta idea devenida escena, y
cuando se presentó la oportunidad repitieron el exitoso recurso. Estas
repeticiones incluyeron cambios de variables en relación a la trama
correspondiente: en vez de la identidad paterna la revelación fallida se
relacionará con la ubicación de un tesoro o el ingrediente clave de un hechizo.
Y a veces se usaron cuchillos y otras veces balas para matar al poseedor del
dato, que a veces será el coprotagonista y morirá al final de la película
(abriendo a una segunda parte), y a veces será un personaje periférico
solamente concebido como una parada más en la ruta de la trama.
La repetición del recurso en decenas de
films durante décadas de desarrollo de la industria cinematográfica habilita
que algunas comedias parodien la escena, confirmando así su devenir-cliché. Y
allí el muriendo dijo tantos sinsentidos y tardó tanto tiempo en estirar la
pata, que obligó al tipo que no-agonizante a tomar cartas en el asunto y
matarlo, más allá de la necesidad de hacerse de ese dato revelador que ni él ni
el espectador conocen. La parodia no sólo confirma el devenir cliché, y por
tanto la pérdida del valor transformador de la idea: la regeneración satírica y
la alusión irónica justamente devuelven el carácter transgresor al cliché,
anulándolo por breves instantes.
Hablar de clichés es entonces abordar
frases, expresiones, acciones, prácticas, ideas que pierden su poder de
ruptura, su capacidad de interpelación para volverse estereotipos vacíos con un
sentido cosificado, estático, dado. Andamiajes conceptuales, esqueletos que se
acostumbran a ser usados en exceso. Clichés que revelan la falta de creatividad
de un guionista, la previsibilidad de los gustos culturales (y la
performatividad que produce el mercado), la impericia de un comunicador social
o la vulgaridad del romántico que cuelga un pasacalles en la puerta del ser
amado (“Gor, felices dos años juntos, sos mi sol. Te amo”). El chiché nos envuelve, y como todo
estereotipo encorseta y asfixia por opresor (por estipular las prácticas y
sentires socialmente esperables) pero también por retirar del espacio público
el desafío de provocar ideas que desorganicen las materialidades y los esquemas
mentales que produzcan llantos, sorpresas, risas o desesperaciones. Tal vez por
esto el cliché en el arte sea un verdadero crimen a condena perpetua, en tanto
disloca a esta práctica de su función excluyente, la de interpelar a los
sentidos y desafiar a los sentires.
La experiencia (cotidiana, urbana y
espacial) se llena de escenas repetidas hasta que el sin sentido se vuelve lo
único capaz de otorgarle algún sentido a algo. Parte del imperativo posmoderno
es, entonces, desorganizar los elementos para que la realidad nos sople un poco
en la cara y nos mantenga despiertos. Tal vez el cliché sea inevitable y
estemos condenados a una vida repetitiva de tergopol donde la reproducción nos
brinde algunas seguridades y certidumbres. Tal vez su función sea el existir
para demandarnos la generación de experiencias que rompan y transformen, y el
imperativo posmoderno sea el de hacernos adictos a ellas, exigir(nos)las y
promoverlas. No quiero recaer en un cliché, pero tal vez estas rupturas
evidencien grietas que se vuelvan posibilidades de libertad.
¿Es posible algún tipo de originalidad en
este punto de la historia? ¿Podremos sobrevivir a la repetición o el ejercicio
diario de sobrevivir implica repetir? ¿Querrán cobrar más los guionistas por
ideas no usadas? ¿Se nos exigirá a los columnistas ideas originales o nos
defenderá el sindicato?
El cliché es lo familiar, y lo familiar
tiene una realidad bicéfala: tranquiliza y agobia. Piensen si no en un almuerzo
familiar de domingo. El acto de magia se revela cuando, sin “nada por aquí y
nada por allá”, y sin que este autor conozca la cotidianeidad de quien lee,
abracadabra: convocar el significante “almuerzo de domingo” es predeciblemente
representado como una situación tan tranquilizante (y disfrutable) como
agobiante (y asfixiante). ¿Dónde está la magia? En que no exista.
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