Nos tocaba pensar en esas señales que son a
su vez moldes de nuestro pensamiento y de nuestras prácticas. Nos tocaba pensar
en esas señales que son falsas, puesto que indican como naturales procesos que
no tienen lugar sino en el seno de una sociedad. Y nos tocaba hacerlo porque
está bien cederles un poco de espacio para poder convivir en el marco de un
mismo sentido común, pero es cuasi ilegal entregarnos a ellas sin darles un
poco de batalla.
Podríamos decir que el sentido común es en
primer lugar un tipo de conocimiento, aquel producido socialmente, que
establece formas de percibir y sentir que se traducen en las conductas de las
personas. Como un gran paraguas cognitivo, incluye estereotipos, creencias,
normas y valores que se constituyen como principios interpretativos y
orientadores de las prácticas de las personas. Y ahí nuestra primera
provocación: pensar(nos) por fuera de esas formas que usamos para pensar.
Nuestra vida social está plagada de esos
callejones hacia entradas que aparecen sin salidas, porque como sociedad
construimos espacios de control, aún a expensas de extirpar parte de nuestra
humanidad. Son paradójicamente no lugares donde permanecer a través del
reconocimiento de un orden fundamentado en dicotomías: público/privado; cultura
/naturaleza; mente /cuerpo; Menotti/Bilardo.
Una de las formas de ordenamiento de la
práctica social lo constituye el género. El género es esa categoría cuya
existencia nos prueba justamente que como lo biológico no determina lo social,
se impuso socialmente una división de los sexos. Y es esa denuncia por una
entrega diferencial de poder según seamos varones o mujeres. De todos los
clichés que se podrían derivar de las relaciones de género, nos vamos a quedar
con uno, tal vez el más significativo y del que deriven todos los demás: la
matriz sobre la que se construye la figura de “mujer”. Y fundamentalmente nos
detendremos en la dicotomía con la que se pretende reconocer a las mujeres:
santa o puta.
Leer a la mujer desde ese tamiz implica, en
primera instancia, negarla. Mientras las y nos conocemos y reconocemos a esa
luz, dejamos en la oscuridad formas de ser que están ahí a las cuales
reprimimos o estigmatizamos una vez que salen del cuarto oscuro para volver a
adoctrinar.
Los términos santa o puta se plantean como
mutuamente excluyentes, y, como todas las dicotomías, no son neutrales sino
que, por el contrario, tienen una valoración positiva y negativa. Aunque, en
definitiva, son las dos formas posibles de un mismo molde: lo que queda adentro
y lo que desborda.
La mujer buena es súper amorosa, con un
aguante ilimitado frente a marido y prole; es la que en la publicidad limpia
con ropa combinada orgullosa de esos productos que le hacen la vida más fácil.
Se la muestra, aunque a sabiendas de que para parir criaturas debió haber
tenido relaciones sexuales, como una persona eróticamente ascética, homologando
sin originalidad historias bíblicas sobre vírgenes, embarazos y espíritus
santos. Es madre o lo será, y por lo tanto, es pura, menstrúa agua de color
azul y corre una maratón sin despeinarse.
La mujer mala es la pecadora, la que no
cumplió con todo el pack de instrucciones. Es la que no deseó tener
descendencia o no se muestra plena frente a la maternidad. La que no es
comprensiva frente a todo. Aquella que contesta, que manifiesta que se siente
incómoda, que eventualmente gusta de otras mujeres.
Una es fácil en el sentido de que no genera
rispideces indeseadas, no plantea ni evidencia contradicciones, habla bajito y
no se queja. La que eligen para formar la familia. La otra es fácil en el
sentido equivocado, le usurpan su cuerpo, se lo ofrece a otro.
Dentro y fuera del molde, la mujer no puede
ser pensada ni definida sin el varón. Es buena a los ojos de un sistema
patriarcal que la requiere como esposa decente; es mala como una amenaza a ese
sistema, como la que se vende al varón, la que revienta de placer. La que
calienta, la amante, la que vive mal.
“Femenina, pasiva y heterosexual” es ese
molde triádico a través del cual reproducir entidades que no son sino copias de
un original también ficcionado. Y en definitiva se trata siempre de un discurso
ajeno que habla sobre nuestras sexualidades para permitir algunas prácticas y
prohibir otras.
El cuestionamiento apriorístico de la mujer
es la vía más rápida para el adoctrinamiento, porque antes de que todo suceda
la ubicuidad de la censura habla por sí misma. Si hasta en la violencia y el
ultraje la vergüenza es femenina al igual que la reputación que se pone en
duda. Es tan cliché el miedo a la mujer libre, y a esa libertad que empieza por
el vientre.
Decíamos al principio que todo esto se
trataba de proponer un pequeño desafío, y como toda promesa esconde una
recompensa. Como las búsquedas que esconden tesoros, tal vez en este caso,
transgredir los límites de nuestro pensamiento, nos permita empezar a habitar
otras relaciones.
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